5 de marzo de 2023

AGRUPACIÓN AL SERVICIO DE LA REPÚBLICA: ORTEGA Y LA “RECTIFICACIÓN DE LA REPÚBLICA” (V de VII)

(Viene de la entrada anterior AGRUPACIÓNAL SERVICIO DE LA REPÚBLICA: ORTEGA Y LA “RECTIFICACIÓN DE LA REPÚBLICA” (IV).

Lo que significó el cambio de régimen

     Porque no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arropar en él propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida, por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.

     Apenas sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.) Esta agitación formó un círculo de inquietud en torno a los gobernantes, la mayor parte de los cuales -estoy seguro- no simpatizaba con ella, veía perfectamente su vanidad, pero no acertó a recibirla. Ahí es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente hoy bajo la figura de una República. ¿Es que se sabe, se sabe lo que esa Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos particulares, por su esencia misma, lo que significaba para los destinos españoles?

La Monarquía era una Sociedad de socorro mutuo

     España es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público, una vez afirmado, tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque, desgraciadamente, nuestra espontaneidad social ha sido siempre increíblemente débil frente a él. Pues bien: la Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación: eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia.

     No voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas; en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto, exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas, que no importa al caso; pero el hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos mínimos grupos para uso del Poder público. El Monarca era el gerente de esa Sociedad, nada más, pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente del país coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la nación quien tenía que ceder, padecer y anularse para que el grupo amenazado no sufriera erosión.

     Dicho en otra forma: los grandes capitales, el alto ejército, la vieja aristocracia, la Iglesia, no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en hora decisiva, tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¿Resultado? Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, parte de esos exiguos grupos, no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado franquía a su propio intransferible destino; no ha podido hacer la historia que germinaba en su interior, sino que era una y otra vez y siempre frenado, deformado, paralizado por ese poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente; ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación por intereses divergentes de los sagrados intereses españoles, y les llamo sagrados porque la historia de un pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre historia sagrada. En ello va algo tan profundo, tan imprevisible y tan respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente respetados y nunca desvirtuados. Esta es la tesis principal de mi discurso. De un lado, señores, iba, mejor dicho, pugnaba por ir a la nación; del otro, marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el Poder público desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria. El caso más claro de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos la ofrece la Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable, sino que la venía del Estado como un regalo que el Poder público le había puesto a su servicio. Con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las fuerzas sociales de España, y de paso la Iglesia, viviendo en falso, y esto es lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes aplausos.)

No concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca en su detalle ni perfecta ni deseable. Mas, por lo tanto, hay que acatarla sin más. El Estado tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)

     ¿Cómo iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos en uno; esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.)

Es necesario nacionalizar la República

     Pues bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vague libremente a su destino, de dejarlo “fare da se”, que se organice a su gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte, que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuesen auténticamente lo que son, sin quedar, por la presión o el favor, deformada su sincera realidad.

     Eso es lo que significaba para mí eso que algunos llaman "simple cambio de forma de gobierno", y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y angostos programas de angostísimos partidos.

     Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada) pudo elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir siendo el antiguo Comité revolucionario o declararse representante de una nueva y rigurosa legalidad que iniciaba su constitución. Al preferir lo primero, por lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico esencial que ha emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva aspiración: ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este hecho es la verdad de España, superior a todo capricho, y que aplastará cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía: primero, el desorden pícaro de los viejos partidos, sin fe en el futuro de España; luego, el desorden petulante y sin unción de la Dictadura. (Aplausos.)

 

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